Qué lindas, las revistas. Impresas o digitales (aunque, y con perdón, el corazón de quienes nacimos en la segunda mitad del siglo XX siempre estará un poquito más con el primer grupo). “Medios, programas, plataformas, proyectos, portavoces, espacios de sociabilidad, miradores, laboratorios, bancos de prueba, tramas impresas, formaciones al interior de un campo, nodos de redes, trincheras letradas, milicias literarias, voces colectivas, tribunas dialógicas, artefactos culturales”: así enumera el investigador Horacio Tarcus, en Las revistas culturales latinoamericanas, los diversos modos en que pueden ser concebidas tanto por quienes las producen como por quienes las investigan o, simplemente, disfrutan.“Debo decir que mi relación con las revistas es tan fuerte que no podría recordar un momento de mi vida en que no hayan jugado un papel central”, explica Tarcus en el prefacio del libro, remontándose a su niñez de lector de revistas de historietas y pasando luego por la participación en revistas estudiantiles, comités editores, el trabajo de librero, el coleccionismo, la investigación.Sin semejante recorrido en mi haber, sé de qué habla. Como vieja lectora de revistas infantiles, cómics y todo lo que siguió después, conozco ese placer, la gula omnívora, el gusto por el tapiz intransferible que arman gráfica y palabra, pensamiento y fotografía, texto e ilustración. Hay un artefacto poderoso ahí, no por nada hijo de la modernidad y sus mejores ciudades.Las revistas culturales latinoamericanas, de Horacio TarcusGentilezaEscribo esto, me detengo. aspiro un perfume. Olor a papel nuevo. Lejana pulpa de madera, tinta, químicos, adhesivos. Vaya a saberse por qué y dónde, en qué recóndito espacio de nuestro cerebro esa combinación resulta tan bienvenida. Perfume a papel nuevo y un encuentro como de amigos: en mi escritorio, la revista española Jot Down, que se distribuye ahora en la Argentina. Anduve sumergida en ella, sus imágenes en blanco y negro, sus 286 páginas y un número dedicado, todo él, a Armenia.“Más allá de un sonoro topónimo, Armenia provoca un efecto muy peculiar en nuestra mente: suena a alguien trabajando una piedra volcánica, a la nieve cayendo sobre el Cáucaso y al sol arrasando la estepa anatolia; a algo que parece muy lejano pero que, al mismo tiempo, nos rodea y nos abraza” se lee en la presentación de este número monografico.Armenia nos rodea y nos abraza porque es el monte Ararat, allí donde encalló el Arca de Noé, segunda oportunidad de un dios quizás arrepentido de habernos creado. Y es Ararat, la película de Atom Egoyan que ahonda en el trauma del genocidio de 1915.En el especial de Jot Down la diáspora armenia adquiere una textura agudamente contemporánea. Porque allí están el mismo Egoyan, pero también Cher, Charles Aznavour, Garri Kaspárov, Kim Kardashian. Luces y sombras. La huella mítica de un pueblo cuyo origen se remonta al IX a.C., dueño de un alfabeto que incluye una variante con letras con formas de pájaro, y la marca de la masacre, el exilio. La sospecha de que la humanidad decididamente no sabe qué hacer con sus pulsiones más oscuras. Y una guerra, ahí nomás: 2020, ofensiva de Azerbaiyán, largos días de sangre y fuego.Tan lejos y tan cerca, una nota rememora a Martín Karadagián; otra se sumerge en la “pequeña Armenia” que habita en el porteñísimo barrio de Palermo. Por allí habrá alguien que –como hace el periodista Alejandro Luque en uno de los artículos de la revista– haya recuperado los versos del danés Henrik Nordbrandt, que escribió bajo el influjo del dolor y el largo aliento de este país: “Armenia es el lugar donde todos hemos estado y hemos olvidado:/el lugar que vislumbramos cuando entramos/en el sueño/y en una luz diferente cuando lo abandonamos”. La poesía, ese otro artefacto poderoso.Diana Fernández IrustaTemasManuscritoConforme a los criterios deConocé The Trust ProjectOtras noticias de ManuscritoManuscrito. Canciones y fotografías contra los prejuicios¿Qué historias cuenta tu biblioteca?Manuscrito. La retronovedad de Borges y Bioy